Imagine
Por: Luis Manuel García
Ni con la más desbocada Imagine habrá imaginado John Lennon que descansaría de sus andares sobre
la tierra en un parque de 15 y 6, en el Vedado, en La Habana. Menos aún que el comandante en jefe Fidel Castro develaría la
estatua --de mala gana, se le adivina el gesto en los noticiarios, como quien despacha rápido su purgante--, y que el presidente
de la Asamblea Nacional del Poder Popular, Ricardo Alarcón de Quesada, pronunciaría el discurso inaugural, prólogo al concierto
masivo donde miles de cubanos, sí, en La Habana, corearían Imagine. Imagine todo eso alguien que tenga hoy la edad de John
Lennon aquel día fatal, alguien que haya caminado este mismo parque durante los 60 o los 70, alguien que se hubiera sentado
quizás en este mismo banco, a descansar sus huesos, no mansamente, como ahora Lennon en su bronce, sino a la expectativa,
no fuera a aparecer la policía y lo arrastrara por los pelos hasta la estación más cercana en un coche jaula, donde sería
escarnecido y rapado --todas las inquisiciones insisten en la perversidad de la pelambre-- y, con suerte, echado a la calle
con pinta de loco tras la última sesión de electroshocks.
Imagine que don
Ricardo Alarcón nos acaba de develar en su discurso un Lennon cuyas ``canciones conforman el más completo inventario de la
porfía colectiva de los jóvenes por la paz, la revolución, el poder popular, la emancipación de la clase obrera y de la mujer,
los derechos de los indígenas y la igualdad racial''. (Y eso lo dice el presidente del Poder Popular, que algo sabrá del asunto.)
De modo que este Lennon en el imaginario de Alarcón era revolucionario, miembro del poder popular y partidario de la emancipación
de la clase obrera. ¿Quienes éramos entonces nosotros, jóvenes que trasegábamos sus canciones en placas rudimentarias y grabaciones
caseras, o le escuchábamos de madrugada en la WQAM? Siempre con nocturnidad y ensañamiento. ¿Quiénes éramos los seguidores
de su estética y de su poética, o los que susurramos alguna vez un Peace & Love herético?
Pero, sobre todo, ¿quiénes eran
los que prohibieron sus canciones, los que tapiaron su imagen, los que derrocharon miles de palabras para convencernos de
la perversidad ideológica de este Lennon que, según palabras de Ricardo Alarcón, ``expresa abiertamente su identificación
con el ideal socialista''? Eran entonces enemigos del ``ideal socialista'' los que persiguieron nuestra juventud, los que
sumieron en las catacumbas nuestro fervor por este Lennon, artífice de una época en que se produjo la caída de ``dogmas y
fetiches, se quebraron los moldes del fariseísmo y la banalidad, se replegó la torpe mediocridad de una sociedad injusta y
embustera'' (Alarcón dixit)? ¿Eran entonces aquellos funcionarios y policías de mi juventud fariseos y banales, torpes mediocres
fabricantes de una sociedad injusta y embustera?
Pero, un momento. ¿No eran ellos
los defensores de la pureza ideológica de la revolución? ¿No eran ellos el baluarte contra tipejos como Lennon, que ahora
resulta un revolucionario, socialista incluso, y campeón de la clase obrera? ¿Y quiénes éramos entonces nosotros? ¿Resulta
que cuando mutilaban nuestro espíritu revolucionario en nombre de la revolución no hacían sino defender su derecho de propiedad
sobre una sociedad injusta y embustera que nos vendían como nuestra?
Y habla Alarcón de un ``Lennon
como paradigma del intelectual enteramente libre y creador, cabalmente comprometido con su tiempo''. De modo que nuestros
represores pretendían que fuésemos todo lo contrario: sumisas cajas de resonancia de espaldas a nuestro tiempo. Y Alarcón
llega a ponerse picúo cuando le dice ``Querido John: allí, en Liverpool, entonaban baladas de amor con verbo proletario y
nosotros acá desafiábamos al monstruo''.
Ahora comprendo: el monstruo
éramos nosotros, que entonábamos las mismas canciones, pero con verbo burgués. ¿En qué bando estaría entonces don Ricardo
Alarcón, el de los perseguidos o el de los perseguidores? ¿Escucharía a escondidas, entre reuniones del partido, al Lennon
que hoy tanto ama? ¿Levantaría alguna vez la voz contra las persecuciones y la caza de brujas? ¿Habrá propuesto, sin que nosotros
lo supiéramos, no ya levantarle una estatua, sino lo más elemental: que pudiéramos escuchar a este cantor de ``verbo proletario''
en las emisoras radiales del proletariado, y no en las del ``monstruo imperialista'', que según él nos cuenta, lo perseguía
con saña (y lo publicaba con fervor)?
O quizás responda como Fidel
Castro, cuando la prensa (extranjera, of course), ante el Lennon inmutable de la estatua, le preguntó por aquellas persecuciones:
``No tengo la culpa'', dijo. ``Lamento mucho no haberlo conocido antes'' --le faltó dar la mano a la estatua: ``Mucho gusto.
No, el gusto es mío''--. ``En aquellos tiempos teníamos tanto trabajo''. Y más tarde se consideró ante la prensa ``un soñador''
como Lennon y afirmó que el ex beatle tenía razón, quedaban unos cuantos soñadores más. ``Yo soy un soñador que ha visto convertidos
más de una vez mis sueños en realidades''.
A diferencia de Lennon, sus sueños cumplidos son las
cumplidas pesadillas de muchos. Tampoco tendría la culpa Alarcón, porque cita textualmente a Lennon: ``Los sesenta vieron
una revolución entre la juventud... Una revolución completa en el modo de pensar. La juventud lo asumió primero y la siguiente
generación después. Los Beatles fueron parte de la revolución. Estábamos todos en este barco en los sesenta. Nuestra generación
--un barco que iba a descubrir el nuevo mundo. Y los Beatles éramos los vigías de ese barco. Eramos parte de él''. Pero a nosotros nos repitieron que el barco era
el Granma, y que el vigía era otro. No. Tampoco don Rodrigo de Triana. Otro. La amnesia de los políticos siempre me maravilla.
Pero en este caso me escandaliza. Más que amnesia, parece demencia senil, y de las más avanzadas. Confiemos que en los próximos
días ninguno de los nuevos policías venidos de Oriente, y que quizás no haya oído hablar de la ``inspiración comunista'' que,
según Alarcón, animaba a John Lennon, le arrastre por los pelos de bronce a la comisaría más cercana, le propine al titanio
una paliza con una barra de acero y lo eche de nuevo a la calle, rapado a soplete, con pinta de loco tras la última sesión
de electroshocks en el manicomio político de la isla.
Periodista y escritor cubano radicado en Sevilla, España. El Nuevo Herald
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